Libros al cielo (de los precios)

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Digamos que en los últimos cuatro años me fui adaptando. Digamos. Mi sueldo se fue varias veces abajo, los libros unas cuantas veces más arriba. Volví a las queridas bibliotecas públicas y me olvidé de los dos, tres, y a veces cuatro libros que compraba por mes, porque pasar por una librería me podía, porque me podían las novedades (que en las bibliotecas demoran un poco más), por fetichismo, por gula libresca, por lo que sea. Y porque podía comprarlos.

La acumulación de libros propios comenzó por libros que ya había leído, la mayoría de la biblioteca Pedagógica, y que me habían gustado tanto que necesitaba tenerlos aunque no los volviera a leer, ni siquiera a tocar otra vez. Es difícil para mí transmitir a otre esa necesidad de que un libro esté en tu casa, de que sea tuyo.

En las últimas semanas me pasó los siguiente: saqué de la biblioteca de la escuela en la que doy clases un libro que tenía muchas ganas de leer pero venía postergando porque octubre, elecciones, ansiedad, etc., todas cuestiones que combatí leyendo novelas negras. Pero pasado el 27 de octubre, fui a Lectura fácil. Y me sucedió que apenas pasadas diez páginas quise tener ese libro en mis estanterías. No quería borrar mis subrayados antes de devolverlo, ni siquiera quería devolverlo. No quiero. ¿Cuál es el costo de no devolver un libro a la biblioteca? Más allá de privar a otres lectores... El precio del libro. Bien: este cuesta $ 1895. Un delirio. Una imposibilidad absoluta para mí. Y más aún porque este mes llegó Rodrigo Fresán y La parte recordada sale $ 1499, otro delirio, pero Fresán forma parte de mi biografía, de mis libros físicos, no puedo no tenerlo, no puedo no puedo no puedo no comprarlo.

Lo compré, hice un esfuerzo yo, otro hizo el Turco, mi librero y amigo, que me lo financia (porque además no pude no comprar otro más). Pero yo hasta hace unos pocos años no tenía que comprar UN libro en cuotas; de nuevo: me compraba dos, tres o cuatro libros al mes, al contado. Los libros se compraban en cuotas cuando yo era niña y había vendedores muy pesados que llegaban a tu casa con esos objetos de culto como eran las enciclopedias, se los hacía pasar a la casa, se les invitaba café, se los escuchaba, y nuestros padres compraban esos tomos con veneración para nosotres, porque íbamos a tener acceso a “la cultura” como ellos no habían tenido.

Es superficial tal vez toda esta disquisición. Yo me quejo por lo que sale un libro y lo que me cuesta a mí comprarlo. Y no es slogan, pero en este íspa nos dejan un legado de mucha gente que no come. Ni qué decir de la angustia y el miedo que me provocan Evo y la Patria Grande. Así que es medio una pavada lo que escribo, es lo menos importante, pero la verdad es que poder comprar libros a mí me haría un poco más feliz.

Por suerte están las bibliotecas. Por suerte hay esperanza, ponele. Ponele

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